Revelación de un mundo

Mi taxi se acercaba al túnel que lleva a Leme o Copacabana, cuando miré y vi la Iglesia de santa Teresinha. Mi corazón latió más fuerte: reconocí dentro de la carne del alma, que sentía en mi dolor, reconocí que sería en la iglesia donde podría encontrar refugio.
Despedí el taxi y sentí que era con un paso humilde que entraba en la penumbra fresca de la iglesia. Me senté en un banco y allí me quedé. La iglesia estaba completamente vacía. El aroma de las flores me envolvía y me sofocaba dulcemente.
Poco a poco mi tumulto interior se fue transformando en una resignación melancólica: yo daba mi alma a cambio de nada. Porque no era paz lo que yo sentía. Sentía que mi mundo se había desmoronado y que yo me había quedado de pie como testigo perplejo e ignoto.
Después me fui olvidando de mi dolor y me dediqué a mirar a los santos de la iglesia. Todos habían sido martirizados: pues éste es el camino humano y divino. Todos habían desistido de una vida notable en pro de una vida más profunda y herida. Ninguno de ellos había “aprovechado” la vida única que tenemos. Todos habían sido tontos, en el sentido más puro de la palabra. Y todos habían quedado perpetuados para siempre, para nuestro corazón sediento de misericordia. Y ¿por qué, Dios mío, era tan necesario el sacrificio de nuestros deseos más legítimos? ¿Por qué la mortificación en vida?
Miré la iglesia vacía en busca de respuesta y vi en el centro de la nave principal el féretro. Me levanté, fui hasta él. Allí estaba acostada la figura de Santa Teresinha, con los pies cubiertos de flores. Me quedé mirando.
Algo sin embargo me resultaba extraño. Es que siempre las imágenes de Santa Teresinha la representaban joven y con flores en la mano. Y esta era una Santa Teresinha tan viejita que la piel parecía, como se dice, de pergamino arrugado. Sus ojos estaban cerrados, las manos blancas cruzadas sobre el pecho, y las flores vivas y encendidas estallando como un grito de vida a sus pies.
La imagen no era de porcelana, eso lo percibí de inmediato. Pero ¿de qué material? Parecía cera. La cera, sin embargo, se derretiría con el calor de las velas o del verano, no podía ser pues. Era un material que nunca había visto. Yo sabía que, si tocaba a la santa, sabría con qué estaba hecha. Cuando era pequeña, nuestra empleada Rosa, irritada porque tocaba todo, solía decir: “Esta niña tienen ojos en las manos, sólo puede ver tocando”.
Yo sólo sabía ver tocando, pero sabía que si el padre entraba a la iglesia y me veía no le iba a gustar. Miré a mi alrededor, la iglesia seguía vacía, entonces furtivamente extendí la mano para tocar el rostro de Santa Teresinha.
No pude completar el gesto porque del fondo de la iglesia aparecieron dos muchachas que se dirigieron hacia el féretro y allí se quedaron conmigo. Las dos se veían molestas, y nos quedamos las tres mudas allí. Hasta que una le dijo a la otra:
-A fin de cuentas ¿Cuándo vienen todos al entierro de la abuela? ¡Ella no se puede quedar a vivir en la iglesia!
Oí, o mejor dicho, mal oí, y entendí de golpe. De golpe toda pálida por dentro entendí que aquella no era Santa Teresinha y sí una mujer muerta. Una mujer muerta que yo casi había tocado con mis dedos. Casi. Por una milésima de segundo me había visto interrumpida por la llegada de las nietas de la muerta.
A la sola idea de que había estado a punto de rozar a la muerta, mis piernas se aflojaron y apenas pude caminar hasta un banco donde me senté medio inconsciente, medio desmayada. Mi corazón latía mucho fuera de su lugar: en las muñecas, en la cabeza, las rodillas y también en el pecho.
Se que debajo del rouge mis labios debían de estar blancos. Y yo misma no entendía por qué tanto susto por casi tocar la muerte –si la muerte esparte de nuestra vida. No se entiende la vida sin la muerte, y no obstante yo casi me había desmayado al rozar lo que también era parte mía. Tenía que salir de aquella iglesia y los pies no encontraban el piso. Finalmente saqué fuerzas, me levanté y sin mirar ya nada salí.
¿Cómo explicar lo que vi allá afuera? En el vértigo en que me encontraba, más aún lo sentí al ver el sol esplendente y una alegría de abeja en flor, el paso de los autos, las personas todas vivas, vivas -sólo la vieja muerta y yo casi muerta por haber aspirado las flores rojas a los pies de la muerte.
En la calle me quedé de pie mucho tiempo aspirando el aroma que tiene el estar vivo. es una mezcla de carne, de cuerpo con gasolina, con viento de mar, con sudor de axilas: el aroma de lo que todavía no murió.
Después paré un taxi y floja, pero tan viva como un pimpollo fresco de rosa, me dirigí toda pálida a casa.