religión

Supongo que todo se reduce a una asombrosa conciencia de la mortalidad. Nuestra habilidad, a diferencia de otros animales, de conceptualizar nuestra propia muerte crea enorme sufrimiento psíquico; aunque lo admitamos o no, en el pecho de cada hombre hay un pequeño cofre de miedo apuntado a este conocimiento final que carcome su ego y su sentido de propósito. Somos afortunados, en cierta forma,  que nuestro cuerpo, y la realización de sus funciones y necesidades, juega un papel tan importanteen nuestras vidas; esta concha psíquica crea un amortiguador  entre nosotros y la noción paralizante de que solo algunos años de existencia separan la vida de la muerte. Si el hombre realmente se sentará a pensar sobre este inminente desenlace, y su aterradora insignificancia y soledad en el cosmos, seguramente peredería la cabeza, o sucumbiría a un sentido de futilidad aquiescente. ¿Por qué, se podría preguntar, debería de molestarse escribiendo una gran sinfonía, o luchar para ganarse la vida, incluso amarse entre sí,  cuando no es más que un momentáneo microbio en una partícula de polvo girando en la inmensidad del espacio?

[...] Las grandes religiones, a pesar de todo su campanilismo, proveyeron una especie de consolación a este gran dolor; pero mientras los hombre del clero ahora pronuncian la muerte de Dios, para citar a Arnold, otra vez “el mar de fe” se aleja del mundo con una “largo y melancólico aullido”, el hombre no tiene muletas en las que apoyarse — y no hay esperanza,  no obstante lo irracional, que dé sentido a la existencia. Este quebranto de nuestro reconocimiento moral es la raíz de muchas más enfermedades mentales de lo que los psiquiatras se dan cuenta.