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Antes de la guerra de 1914, cuando Riabuchinski, el magnate ruso de los textiles, se vio filmado por primera vez mientras pronunciaba un discurso en un congreso de industriales, se encontró tan burdo y ridículo que de inmediato fue a ver al zar Nicolás II para decirle que, de manera urgente, había que prohibir que se filmara de esa manera a los dignatarios del régimen, pues estaba en juego la seguridad del Estado: por sí solo, el cine podía suscitar una revolución.