¿Tenían ombligo Adán y Eva?

Soy consciente de las dificultades implícitas en lo que los filósofos de la ciencia llaman “el problema de la demarcación”: la formulación de criterios claros para distinguir la verdadera ciencia de la falsa. Evidentemente, dichos criterios no tienen ninguna precisión. “Seudociencia” es una palabra inconcreta que se refiere a una vaga franja de un continuo en el que no existen fronteras definidas.

El extremo lejano de este espectro lo ocupan creencias que todos los científicos consideran ridículas. Como ejemplos podemos citar la teoría de que la Tierra es una esfera hueca y está habitada en el interior, la de que el mundo se creó exactamente en seis días hace unos diez mil años, y la de que las posiciones de las estrellas influyen en el carácter de las personas y en los acontecimientos. Si nos desplazamos hacia dentro, donde están las teorías un poquito menos extravagantes, nos encontramos con la cosmología de Velikovsky, la homeopatía, la frenología, la cienciología, las “teorías del orgón” de Wilheim Reich, y otras tantas docenas de curiosas chifladuras médicas y psiquiátricas.

A medida que nos desplazamos a lo largo del continuo, hacia el sector de la ciencia más respetable, llegamos a teorías tan controvertidas como las conjeturas de Freud, la creencia en que Dios dirigió la evolución mediante pequeños milagros, los intentos de extraer energía ilimitada del vacío espacial, el ataque de Hans Arp contra el desplazamiento hacia el rojo y su afirmación de que los quásares son objetos cercanos, y toda una retahíla de especulaciones en campos donde existe un poco de evidencia pero muchas más dudas. En el extremo más cercano a los hechos probados de la ciencia, nuestro espectro entra en difusas regiones de conjeturas abiertas, hechas por científicos tan eminentes que nadie se atreve a llamarlos chiflados. Estoy pensando en la teoría de David Bohm sobre la onda piloto en el campo de la mecánica cuántica, en los twistors de Roger Penrose, en las supercuerdas, en las especulaciones sobre una multitud de universos paralelos, en la idea de que la vida procede del espacio exterior y en los incansables intentos de los físicos que pretenden elaborar una "Teoría del Todo". Al lado de estas respetables conjeturas se encuentran los hechos indiscutibles de la ciencia, como que las galaxias contienen miles de millones de estrellas, que el agua se congela y se evapora, y que los dinosaurios habitaron en otros tiempos la Tierra; existen millones de afirmaciones de este tipo, y ninguna persona informada y en su sano juicio duda de ellas.

Aunque la palabra “desautorizador” se considera muchas veces peyorativa, a mí no me lo parece. No pido disculpas por ser un desautorizador. Considero que los científicos y los que escriben sobre ciencia tienen la obligación de denunciar los errores de la falsa ciencia, sobre todo en el campo de la medicina, en el que las falsas creencias pueden ocasionar sufrimientos innecesarios e incluso la muerte. Cada año concibo la esperanza de que la marea esté a punto de cambiar, y que los que trabajan en televisión, radio e internet queden tan espantados de la avalancha de falsa ciencia que arrojan sin parar al público que por fin procuren reducir el caudal. Y cada año, ay de mí, la avalancha se hace peor. En cuanto a los editores de libros, basta visitar la librería de cualquier centro comercial y comparar el tamaño de su sección metafísica o Nueva Era con el de la sección científica, para quedar impresionado por la magnitud de la avalancha. Los libros de astrología son muchísimo más numerosos que los de astronomía.
Como le gustaba indicar al difunto Carl Sagan: “hay más astrólogos profesionales que astrónomos”.

Martin Gardner
Did Adam and Eve Have Navels?, 2000