Memorias de un gato tonto
Posted by Pavel eSe in Luis Blanco Vila, zlibros on martes, 12 de septiembre de 2023
Yo sólo llevo… ¿nueve?, así que… Tampoco es que me parezca mala persona. Daría mi pata delantera derecha por él, pero lo preocupante es que nunca sabe uno por dónde va a salir. Si se espera tormenta, sale divertido; si, en cambio, descubre una pequeñez que no le gusta, se pone imposible. Tengo para mí que, seguramente, lo que no le gustan son las sorpresas.
También he observado que cuando se queda sólo en casa, conmigo, se muestra más cariñoso. Supongo que será porque se le despierta el sentido de la responsabilidad, que me ve indefenso y dependiendo sólo de él. En cierto modo, toma el relevo en el cariño familiar porque sabe que dependo de su vigilancia y sus cuidados. Y es así, seguro, porque hay detalles que no fallan. Por ejemplo, incluso alguna vez me permite que me suba a su regazo, cosa que no consiente cuando hay alguien a la vista. Y me soporta un rato. No mucho, es verdad, porque parece cansarse pronto. Entonces, cuando considera que ya ha pasado un rato más que suficiente, me agarra por las axilas -le falta práctica, es evidente- y me deposita con mucho cuidado en el suelo.
- Chato -le he oído decir más de una vez en ocasiones como las que digo-, pesas mucho y se me duermen las piernas. Así que, hala, con la música a otra parte.
También me ha dicho:- Venga, lo, vete a hacer gárgaras -no sé de qué va eso, pero bueno…- que tengo que ir a trabajar al despacho.
Y se va al rincón donde trabaja. Y cuando ha llegado al despacho, allí, rodeado de libros, papeles, aparatos para escribir que dan pequeños pitidos, otro más nuevo con teléfono y con eso de meter papeles que pasan y cuando acaban de pasar se oye un pitido de lo más desagradable…, papeleras -tiene dos-, aparatos de radio, carteras de llevar a la calle, lápices, puñados de lápices y plumas metidos en botes de colores, de piel, de piedra, de madera; entonces…, que no se le moleste.
Cuando, curioseando, paso por debajo de la vieja y pesada mesa de patas torneadas o al lado de mi añorada silla giratoria -¡qué bien se echa la siesta sobre el cojín de tela!-, no me hace el menor caso. Y cuando alguno de los chicos se asoma a preguntar algo, generalmente hace como si no lo advirtiera, y si el chaval persiste y se queda esperando, lo más frecuente es que lo aleje con un gesto de la mano -que vuelve en seguida a las teclas de la máquina-, como dando aire al que interrumpe.
Incluso cuando interrumpe el trabajo, no lo hace a la primera. Hay que esperar un poco, en silencio, hasta que acabe de marcar letras en la pequeña pantalla y sólo cuando la máquina empieza a escribirlas en el papel vuelve él la cabeza para saber por qué se le molesta. Lo mismo sucede con los mayores. Si Begoña madre se asoma desde la puerta de la cocina y dice «a cenar», él, sin volver la cabeza, sin dejar de teclear, responde «ya voy» y sigue dándole a las teclas con las letras en blanco hasta que parece haber rematado lo que estaba escribiendo.
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